Los que han querido ver en esta película brasileña ecos de Ciudad de Dios no estarían para nada
equivocados. De hecho, el director y guionista Stephen Daldry, conocido por Billy Elliot, Las horas o El lector,
contactó con Fernando Meirelles para pedirle asesoramiento y este se implicó
tanto con el proyecto que terminó participando en la producción del mismo.
Y es que Trash, ladrones de esperanza,
está, como Ciudad de Dios, ambientada
en el terrible submundo de las favelas, donde niños y mayores se ganan la vida
con tareas tan crudas como, por ejemplo, rescatar algo de valor (botellas de
plástico, metal...) de gigantescos vertederos de basura.
La diferencia está en que mientras Meirelles apostaba -basándose en una
historia real- en el drama puro y duro, con apenas unas gotas de acción, la
película de Daldry, basada en la novela de Andy Mulligan, es en realidad una
aventura juvenil que bien podría recordarnos a unos socialmente maltratados Los Cinco o ser el reverso pobre y
desamparado de la reciente adaptación de los hermanos Zipi y Zape.
Todo comienza cuando, tras un breve prólogo en el que vemos a un hombre
durante un funeral, siendo luego perseguido y atrapado por la policía, no son
antes conseguir arrojar una billetera al interior de un camión de basura, dos
niños, Raphael y Marco, a los que luego se les unirá Rata, encuentran en el
vertedero la misteriosa cartera en cuyo interior, aparte de algo de dinero, hallarán
las primeras pistas para resolver un misterio que pondrá en peligro sus vidas y
las de los que los rodean.
Así, aun estando muy presente durante toda la película, la pobreza y la
corrupción en Brasil es tan sólo el telón de fondo para una aventura
detectivesca con claves secretas y villanos malvados que, si acaso, peca de
endulzar demasiado la trama en algunos momentos concretos.
Con el magnífico Martín Sheen y la melancólica Rooney Mara como nombres
destacados de la producción (más reclamo comercial que otra cosa, los niños son
quienes en todo momento llevan el timón de la trama), pero protagonizada
realmente por tres chavales prácticamente rescatados de la calle y sin ningún
bagaje cinematográfico, la historia es un laberinto de percusiones,
emocionante, tierno, divertido y, también, de momentos dramáticos y angustiados,
cuyo único pecado es no ser en ningún momento creíble.
Hay escenas que no se sostienen de ninguna manera, algunos personajes
destacan por su simpleza (sirva como muestra el jardinero del corrupto Santos
que casi sin venir a cuento les revela a los niños todo el misterio o la
forzada aparición -y la ausencia posterior de reacción- del personaje de la
niña) y las motivaciones sorprendentemente honestas y bienintencionados de los
niños carecen de fundamento. Pero está claro que la intención de Daldry no era
la de ofrecer un intenso drama real, sino encuadrar dentro de la Brasil más
sucia y corrupta un cuento de hadas según el cual todavía hay esperanza para el
mundo y donde los buenos son muy buenos y los malos muy malos, sin margen para
grises nebulosos.
Cada uno tiene derecho a decidir sus intenciones y no voy a ser yo quien
discuta las de Daldry, que ha preferido acercarse más (si me permiten la
comparación) al estilo narrativo de Spielberg que al de Oliver Stone. O que
Meirelles, ya puestos.
Trash, ladrones de esperanza es bienintencionada y
positiva, y eso tampoco viene nada mal, ¿no?
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