Ya tenemos aquí nuestra ración de Woody Allen, y este año se ha
hecho esperar, con más de dos meses respecto a su estreno americano.
Continúa el autor de Manhattan
aprovechando sus películas para recorrer mundo y esta vez toca visitar La
Provenza, donde se aleja de sus acostumbrados círculos urbanitas pero sin dejar
de lado el ambiente adinerado y de clase alta que parecen tener sus últimas
producciones.
Ambientada a finales de la década de los locos años veinte tiene esta Magia a la luz de la luna algún eco a su
magnífica Midnight in Paris y no sólo
por su ambientación francesa y su diversidad de personajes (la introspección
entre cuatro paredes y alrededor de una mesa se la reserva para su amado
Manhattan), sino por ese trasfondo mágico y sobrenatural que ya retrataba con
mucho más humor en Scoop.
Un afamado mago (un gentleman londinense que actúa bajo el disfraz de un
oriental) es persuadido por su mejor amigo (en un personaje que sin duda hace
unos años Allen se habría reservado para si) para alojarse en una preciosa
villa de la Provenza con el fin de desacreditar a una atractiva médium que al
parecer pretende embaucar a una acaudalada familia.
Colin Firth cumple con creces como el estirado e incrédulo británico en un
papel que le viene como anillo al dedo y que podría interpretar con el piloto
automático puesto, siendo una mezcla entre la sobriedad de sus papeles más
serios (como en El discurso del Rey o
El topo) con su bis más cómica, el
punto de locura surrealista de la que hiciera gala en Un plan perfecto.
Junto a él, Emma Stone se estrena como nueva chica Allen, logrando hacer
suya la película y demostrando que, por encima de la genialidad (o no) del
autor es ella (como Cate Blanchett lo era en Blue Jasmine) el verdadero motor del film. Tanto es así que se
podría decir que si ella falla, la película falla, y por eso Allen ha tenido el
acierto de contar con una de las mejores actrices jóvenes del momento (dudo que
la Johannson hubiese resistido el peso de la narración tan bien), que siempre
luce mejor con un ligero aire clásico (recuerden lo bien que le quedaba el
papel de femme fatale en Gangsters Squad
e incluso su Gwen Stacy tenía un puntito clasicista muy acertado).
Store brilla con luz propia, eclipsado todo lo demás, incluso los errores
de guion que podrían ser pasable en cualquier otro director pero imperdonables
en Allen, que si por algo ha destacado siempre es por sus libretos.
Y es que casi parece como si Woody Allen hubiese escrito esto con algo de
desgana, forzando situaciones absurdas (un observatorio abandonado en mitad del
bosque con la puerta abierta y en perfecto estado de utilización es sólo un
ejemplo de ello) sólo por favorecer una situación, como si su ingenio fuese
incapaz de buscar caminos más coherentes (para estas situaciones impostadas ya
tenemos a Nolan), y con unos diálogos que, aun conservando la agudeza habitual
y el cinismo propio de Allen, se tornan en ocasiones reiterativos y pesados,
dando constantes vueltas sobre el mismo tema sin permitir avanzar demasiado la
trama. Casi se diría que a Allen le sobra media hora de metraje (y eso que
hablamos de una peli de hora y media justa) y no sabe cómo rellenarla.
Quizá si sea el momento de echar el freno y dejar de auto imponerse la
realización de una película por año, más cuando en esta ocasión ha tenido el
añadido de implicarse en otro rodaje por en medio, la flojita Aprendiz de Gigoló de su amigo Turturro.
Y no es que Magia a la luz de la luna
llena sea mala, como lo era Desde Roma
con amor, pero si flojea demasiado para un autor al que se le exige la excelencia,
aunque todos (él inclusive) seamos conscientes de que las obras que bordó hace
ya dos décadas no se repetirán. Pero aun así debemos pedir a Woody Allen
mantener un nivel de brillantez que aquí sólo alcanza en momentos muy contados.
Claro que igual todo se resume a un "el fin justifica los medios"
y todo valga para alcanzar un desenlace que, como los trucos de magia más
manidos, no engaña a nadie y se deja ver desde el primer minuto.
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