Cuando
en el 2006 Shawn Levy dirigió Noche en el
museo, para mayor gloria de Ben Stiller, poco se debía imaginar que estaba
iniciando una desquiciante saga que combinaría con acierto unos efectivos
efectos especiales con un sentido del humor ágil y fresco.
Podría
decirse que la serie de películas basadas en piezas de museo que cobran vida
(al más puro estilo Toy Story, de la
que se inspira claramente) es una tontería sin demasiadas pretensiones, pero lo
cierto es que esa primera película (y su secuela tres años después, aunque en
menor medida), era francamente divertida, con un estilo algo infantil pero sin
llegar a insultar la inteligencia del público adulto y al amparo de un
interesante elenco de actores con Robin Williams y Owen Wilson como principales
escuderos pero con alguna vieja gloria como Dick Van Dyke o Mickey Rooney
poniendo un toque de simpatía.
Esta
nueva secuela, Noche en el museo: El
secreto del Faraón, repite sin demasiadas complicaciones los esquemas de
sus antecesoras, sustituyendo el American Museum of Natural History de Nueva
York y el Smithsonian Institution National Museum of Natural History de
Washington por el British Museum de Londres, siguiendo un tour cultural lógico.
No hay mucho nuevo bajo el sol, con la ausencia obligada de Rooney pero
repitiendo personajes los principales inquilinos del museo neoyorquino, con
Ricky Gervais a la cabeza y dejándose ver también Steven Coogan y Rami Malek
(mucho más conocidos que cuando comenzó la aventura) a los que se les han
sumado el ascendente Dan Stevens, el omnipresente Ben Kingsley y la oronda Rebel Wilson. Un reparto
de altura para una comedia que ya muestra síntomas de cansancio.
Efectivamente,
poco o nada sorprende ya en esta saga que se limita a repetir los aciertos de
las anteriores sin apenas arriesgar y que se reduce simplemente a cumplir con
la papeleta de comedia navideña, desaprovechando el juego dialéctico que podría
dar enfrentar al presidente Roosevelt con
otros líderes históricos de diferentes épocas (siendo justos, algún momento de ingenio también contiene, como la escena dentro del cuadro de M.C.Scher Relatividad), aunque al menos consigue o
aburrir en ningún momento, lo cual compensa alguna absurdez de su guion,
mientras que la falta de magia en pantalla (Levy está perdiendo fuelle, ya lo
temía con la reciente ¡Ahí os quedáis!)
se perdona por la honestidad aparente de sus realizadores que, conscientes de
que la fuente se está secando, otorgan a la película una sensación de fin de
fiesta que es de elogiar, pese a los posos de tristeza que pueda dejar la
escena final, con un Ben Stiller mirando con nostalgia al museo desde la calle.
Nada
falta en la despedida, que ni Van Dyke quiso perderse, que se limita a
justificar con torpeza el origen de la tabla mágica egipcia que permite a las
figuras cobrar vida, cerrando así de manera correcta el círculo que empezó hace
ocho años, aunque tal justificación quizá nunca fuese necesaria en una película
de estas características.
Hasta
tal punto llega la despedida, que el propio presidente Roosevelt, encarnado por
Robin Williams, pide con tristeza al personaje de Stiller que “le deje partir”,
algo poco significativo si no fuese esta la última gran aportación del genial
intérprete antes de su prematuro fallecimiento. A él y a Rooney (que solo
participó en la primera) van dedicados esta película, que tiene en esa escena
concreta el momento más duro y emotivo, sin que su director fuese en aquel
momento consciente de ello.
Disfrutable
si problemas, siempre que no nos pongamos muy exigentes, es una buena
oportunidad para recuperar la sonrisa en el cine y despedirnos con simpatía del
año.
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