miércoles, 31 de diciembre de 2014

BIRDMAN (O LA INESPERADA VIRTUD DE LA IGNORANCIA) (8d10)

Anunciada como uno de los platos fuertes del 2015, Birdman (o la inesperada virtud de la ignorancia), es una nueva genialidad del mexicano Alejandro González Iñárritu después de que su último film, Biutiful, no terminara de estar a la altura de las expectativas.
Esto no significa que Iñárritu haya vuelto a sus orígenes, pues Birdman poco o nada tiene que ver con sus Amores perros, 21 gramos o Babel, todos ellos dramas profundos donde apenas había espacio para el humor. Birdman puede ser considerada un drama, por supuesto, pero está tan repleta de situaciones hilarantes y contiene un humor negro (muy negro) tan brutal que resulta imposible no reírse a menudo con ella, pese al camino autodestructivo que vemos emprender a su protagonista.
Michael Keaton renace de sus cenizas para interpreta a Riggan Thomson, un tipo que bien podría ser un reflejo de sí mismo, un actor que en los noventa triunfó encarnando a un superhéroe (cambien el Birdman del título por el Batman de Burton y todo arreglado) y que ve que ahora que el cine superheróico está más de moda que nunca (impagables las alusiones a los últimos éxitos de Marvel) se da cuenta que su tren ya ha partido, decidiendo refugiarse en Broadway, donde se enfrenta a una obra adaptada, dirigida e interpretada por él mismo (basada en el relato de Raymond Carver De qué hablamos cuando hablamos de amor) que le supone una última oportunidad para demostrar su valía como actor.
Birdman habla, pues, de las últimas oportunidades. Últimas oportunidades como actor, últimas oportunidades como padre y últimas oportunidades como ex marido. Y se enfrenta a ello consciente de que Birdman no sólo es el personaje que más fama y riqueza le ha dado, sino también el que más le ha quitado. Como en el Fausto de Dante, Birdman es quien ha mercadeado con el alma de Thompson, dirigiendo sus pasos artísticos y corrompiendo incluso su propia cordura, con momentos que pueden evocarnos al Cisne negro de Aronofsky.
Quizá viéndose reflejado en el espejo, Keaton construye un personaje poderoso y débil a la vez, de tortuosos sentimientos, encerrado en sí mismo y en constante búsqueda de su propia identidad. Una interpretación magistral que, como con su alter ego Thompson, nos invita a preguntarnos cómo es posible que un solo personaje pueda absorber toda una carrera reduciendo su currículo (a nivel popular, me refiero) a sus dos películas del hombre murciélago y poco más.
A su alrededor, como en la también inminente Mapa de la estrellas de David Cronenberg, se encuentra una colección de personajes perdida en sus propios desvaríos: el actor de teatro mucho más valorado por la crítica pero casi desconocido para el gran público, la hija con problemas con la droga, la aspirante a actriz, el amigo y manager… Una gran familia, esta del teatro, de la que Iñárritu se burla con sutileza, aunque no con más dureza que sus chanzas hacia la familia del cine. 
Es, sin embargo, la crítica especializada contra quien realmente dispara a matar, con un discurso del personaje de Keaton acorralando a la crítica más influyente de Nueva York, que invita a levantarse en mitad de la sala para aplaudir.
Pero no sería justo alabar esta película quedándonos tan solo con su guion, pues Alejandro González Iñárritu parece emular a su colega y compatriota Cuarón en Gravity (película con la que comparte director de fotografía) al emplear el recurso del plano secuencia, alcanzando el más difícil todavía al ser capaz de realizar prácticamente toda la película en un único plano (a nivel visual, claro; técnicamente es evidente que hay varios cortes, aunque muy bien disimulados), con una sóla pausa, ya llegados al final, para separar la historia de su epílogo devastador.
Como para rematar la broma, el prodigioso reparto (todos ellos están estupendos) está conformado por dos actrices pertenecientes a la renovada moda superheróica de la que tanto se burlan, Edward “Hulk” Norton y Emma “Gwen Stacy” Stone (esta chica se las está apañando para estar en todas partes), a los que les compenetran Naomi Watts y un sorprendentemente formal Zach Galifianakis.
Con una música atronadora (y por momentos conscientemente molesta) y una imaginación desbordante, Birdman entremezcla con inteligencia las tesituras del cine y el teatro, desnudando sus intimidades y consiguiendo divertir, emocionar, soñar, sufrir y llorar. Todo a la vez. Y recordarnos, una vez más, que el glamour de Hollywood (o Broadway) no siempre es tan esplendoroso como parece.

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