Aunque eclipsado
por las gestas de Jesse Owen, en las Olimpiadas de Berlín de 1936 hubo otro
corredor americano que, pese a su juventud, destacó por su velocidad en pruebas
de largo recorrido. Su nombre era Louis
Zamperini y su historia, en aquel momento, ya parecía suficientemente
interesante como para ser llevada al cine. Pero después de eso, aun le quedaba
participar en la II guerra Mundial, naufragar y quedar en un bote a la deriva
durante cuarenta y siete días y ser prisionero de guerra en un campo japonés.
Estaban siendo tan
negativas las críticas a la nueva aventura como directora de Angelina Jolie que
pocas ganas me entraban de ver la vida de este americano de origen italiano al
cine, pero para mi sorpresa me he encontrado ante una película fascinante, dura
y despiadada pero de gran factura e interpretaciones magistrales.
Quizá la Jolie no
tenga una pericia especial para manejar la cámara con maestría, pero se
desenvuelve con suficiente eficacia para dejar que sea la historia la que se
narre por sí misma, una historia terrible que pasada por el rasero de los
hermanos Coen (y este es el detalle que me parece más curioso del film) se
distancia poco de lo que en verdad le sucedió a Zamperini.
Con dos partes
bien diferenciadas, la del naufragio y la de prisionero de guerra, y una tercera
(la etapa de corredor) narrada mediante flashbacks, Angelina Jolie logra
plasmar con corrección no ya los estragos de la guerra, sino la brutalidad
humana que, en este caso se encuentra personificada en el rostro y las maneras
del japonés Watanabe, pero quien podrían ser alemanes nazis, extremistas islámicos
o los propios americanos en Guantánamo.
Quizá lo que no le
puedan perdonar muchos a la directora es la ambición desmedida que se lee entre
líneas a su película, que lejos de ser una apuesta pequeñita como su debut (la
casi inédita En tierra de sangre y miel)
desprende aroma de grandeza por doquier, con una producción descaradamente
destinada a luchar por el Oscar en su próxima edición. Y es esta soberbia fílmica
lo que no parece cuajar demasiado bien entre los profesionales del medio.
Pero si los
señores del CSI me permiten, yo he disfrutado (y hay que coger con pinzar el
concepto de disfrutar) con esta historia de superación que, quizá no descubra
nada nuevo sobre las crueldades de la guerra, pero ayudan a recordarnos como
puede ser a veces la condición humana.
Cuando tras media
película de soledad (un accidente de avión termina con tres náufragos, de los
que solo dos sobreviven) angustiante que puede recordar a títulos como La vida de Pi o Cuando todo está perdido, se pasa a la opresión de un campo de
prisioneros, donde el mal parece personificado en la figura del general al
mando y cuyas vejaciones soportadas por Zamperini solo pueden creerse por haber
sido relatadas de su propia boca, sería fácil confundir veracidad con
verosimilitud, pero Jolie, que camina sobre el alambre en más de una ocasión,
logra mantener la sensatez sobre un personaje que podría alcanzar cotas
mesiánicas (de hecho la fe y la virtud del perdón son temas muy presentes en el
film) pero que la excelente interpretación de Jack O’Connell logra solventar.
Puede que no sea
la mejor película del año. Puede que no merezca arrasar en los Oscars. Pero es
una buena película. Muy buena, incluso. Y negarlo es entrar en el terreno de
las fobias personales. Y que cada uno lo entienda por donde quiera.
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