Reconozco
no haber leído la obra literaria de Paula Hawkins en la que se basa la
película, aunque las referencias que me han llegado no son demasiado buenas,
aunque acostumbro a desconfiar de esos éxitos literarios que se convierten en
grandes éxitos de la noche a la mañana y que la gente que en su vida había
leído un libro compra aunque solo sea para quedar bien en el andén del metro
camino al trabajo.
Apenas
un año después de arrasar en las librerías se estrena La chica del tren, la adaptación que dirige Tate Taylor, quien se
hiciera conocido por su labro tras Criadas
y señoras.
La chica del tren es un thriller sobre la desaparición de una mujer que
no tarda en poner sus cartas sobre la mesa y presentarnos a los seis sospechosos
para que el espectador empiece a hacer sus cábalas y tratar de averiguar quién
es el malo de la función. En realidad, todo gira alrededor de Rachel, un
deshecho de mujer, alcohólica y obsesiva, que cada día observa con envidia la
aparentemente feliz vida de Megan (que casualmente es vecina de su exmarido y
canguro de la hija de este con su actual esposa) desde la ventanilla de su tren
hasta que descubre que esta tiene una aventura y decide ir en su busca para
expresar su indignación. Precisamente la noche en la que la muchacha desaparece
sin dejar rastro. En ese momento se pone en marcha un supuestamente retorcido
puzle donde se pretende jugar con el espectador y desviar su atención de un
lado hacia otro para complicar un poco el juego. Estamos, de hecho, ante una versión de La ventana indiscreta donde el voyeurismo se torna obsesión. Lo malo es que para ello
Taylor hace demasiadas trampas, como los saltos en el tiempo que impiden
conocer todos los datos hasta que el guionista lo considera oportuno (y
rompiendo contantemente el ritmo de la historia, de paso), aunque al menos hay
que reconocer que algo de sorpresa sí consigue que haya.
El
problema con la película es que todos los personajes son tan condenadamente desagradables
que casi da lo mismo quien sea el culpable de lo que ha sucedido. Los tres
personajes femeninos de la película parecen tener más de un problema psicológico, y ninguno de los masculinos es precisamente un santo. En
ocasiones, como en la magnífica Elle,
tener personajes oscuros ayuda a intensificar el drama, pero ni Taylor es
Verhoeven ni la historia va en ese camino.
Pese
a los esfuerzos de Emily Blunt por dar empaque a un personaje vacío (todo su
relleno es artificial e impostado), la sonrisa angelical de Haley Bennet (no
hay que fiarse de esta chica, recuerden Hardcore Henry) o los cameos (uno de ellos fugaz) de dos estrellas televisivas del
pasado, lo cierto es que la película resulta ligeramente anodina. Todos los
giros de guion, todas las subtramas, por ingeniosas que sean, están tan
forzadas que pierden la naturalidad, resultando poco sorprendentes o incluso
inverosímiles alguna, mientras que el intento de repartir el protagonismo entre
las tres mujeres (incluso con el uso de sus nombres a modo de capítulos dentro
de la película, algo que se olvida de repente) dificulta aún más la empatía con
la atormentada Rachel, que se supone es el objetivo final para lograr la
comunión entere público y película. Quizá la guionista Erin Cressida Wilson
haya olvidado que una de las dificultades de adaptar una novela sea la de saber
transcribir el lenguaje literario al cinematográfico, y que cosas que funcionan
en un medio no valen para el otro.
Con
todo, la intriga está bien conseguida y todos aquellos que desconozcan la
novela podrán jugar a adivinar el resultado final del puzle que, al menos, no
se ve venir tan de lejos como en otras intrigas similares. Si es que aceptamos
creernos las cosas tal cual nos las cuentan, claro está.
Valoración:
Seis sobre diez.
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