Proyecto Lázaro es, posiblemente, la película más ambiciosa de su director Mateo Gil,
guionista de cabecera de Alejandro Amenábar que debutó en la dirección de
largometrajes con nadie conoce a nadie. No tanto por su pretensión comercial
(su anterior trabajo, Blackthorn,
tenía un reparto más reconocible) como por sus pretensiones reflexivas y
filosóficas.
A
medio camino entre el Lázaro bíblico (aunque el milagro de la resurrección
parece evocar más al propio Jesucristo) y el Frankenstein de Mary Shelley, Proyecto Lázaro narra la historia de
un joven (exactamente con nada casuales treinta y tres años) publicista que
cuando le diagnostican un cáncer que lo consumirá en un año aproximadamente
decide crionizarse con la esperanza de que en el futuro se halle una cura a su
enfermedad.
Limitado
por unas imaginables carencias presupuestarias, toda la historia ubicada en ese
futuro en el que la ciencia logra al fin triunfar en su objetivo de jugar a ser Dios se limita a los interiores del
centro donde tienen confinado al resucitado Lázaro (que en realidad se llama
Marc, mientras que toda la película está salpicada por constantes flashbacks
que nos muestran la historia de su vida hasta que la enfermedad le llevó a
tomar tan drástica decisión. Una vida marcada, sobre todo, por su interrumpida
historia de amor con Naomi, que puede llegar a recordarnos incluso a una
especie de Romeo y Julieta futuristas.
Con
semejante premisa, Gil intenta hacernos reflexionar sobre los límites morales
de la ciencia, la perdida de la identidad y el precio al que se está dispuesto
a pagar por lograr la inmortalidad, pero lo hace partiendo de una trampa
difícil de perdonarle: el Marc revivido en el futuro no es el hombre sano de
nuestra época al que deben curar un cáncer de garganta, sino que casi todo su
cuerpo ha sido modificado, siendo más un producto artificial humanoide que el
hombre que realmente era. Eso hace que todo el planteamiento inicial se
desfigure y nos encontremos ante otra cosa que no es la que se invitaba a
debatir, y eso y el discurso repetitivo de intenso corte intimista (innecesaria
y saturada voz en off) con tono onírico a lo Terence Malick hace que el film
termine por aburrir, esperando una reacción que no llega nunca a producirse.
Narrativamente,
Proyecto Lázaro hace todo lo
contrario a lo que se criticó a una película tan diferente pero a la vez tan
similar como Morgan, pero eso no logra
mejorar el resultado, pues el tercio final del otro referente del género, Ex machina, sobrepasa en intensidad, con
mucho, a este Proyecto Lázaro. Sólo el epílogo final dignifica un poco la función,
pero no lo suficiente.
Cabe
aplaudir a Gil por su atrevimiento en una apuesta arriesgada y complicada, pero
el resultado es decepcionante, a la par de plantear una situación tan inverisímil
que roza el ridículo (la “apuesta de negocio” en que se convierte Marc campando
a sus anchas por los laboratorios sin ningún tipo de control ni vigilancia).
Invita
a la reflexión, pero poco más.
Valoración:
Cinco sobre diez.
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