En
2013 John Carney estrenó la que fue una de las mejores películas del año, Begin Again, una historia de amor con
toques de comedia donde la música era el motor que movía la acción.
Ahora,
Carney ha decidido cambiar el Nueva York actual por el Dublín de los años
ochenta para presentarnos una de las historias más clásicas y manidas del cine
juvenil, la del chaval que para poder ligarse a una chica crea una banda de
música. Sin embargo, en manos de Carney la aparente sencillez de su
planteamiento se convierte en una historia conmovedora, verdadero tributo al
pop de una época dorada (hay temas de Mötorhead,
Duran Duran, Spandau Ballet, Genesis o
The cure entre otros) en una historia
que mezcla la ingenuidad infantil con la dureza de una época en la crisis
económica y el desamparo definían a un país que miraba a la vecina Gran Bretaña
con ojos de esperanza.
Sing Street es un canto a la vida en la que la música es lo único
que parece poder iluminar el camino de su protagonista, Conor, un marginado cuyo
inminente divorcio de sus padres no es más que el colofón a una vida de soledad
e incomprensión que podría cambiar si consiguiese seducir a la misteriosa chica
a la que ve en la calle al salir de clase.
Así es como se junta a otro puñado de inadaptados (frikis les dirían hoy en día) con los que formará una banda con la que se negará a resignarse al desprecio de sus compañeros de clase, al abandono de sus padres, a la pérdida de esperanza de su hermano y a la sociedad en general que parece empeñada en machacarlo, personificada en un oscuro director de colegio convertido en su archienemigo por excelencia.
Así es como se junta a otro puñado de inadaptados (frikis les dirían hoy en día) con los que formará una banda con la que se negará a resignarse al desprecio de sus compañeros de clase, al abandono de sus padres, a la pérdida de esperanza de su hermano y a la sociedad en general que parece empeñada en machacarlo, personificada en un oscuro director de colegio convertido en su archienemigo por excelencia.
Estamos,
pues, ante un retrato de una época sencillo, sin grandes sorpresas en su
argumento, casi hasta previsible, pero descrito con una emoción y una magia que
convierten la película en otra gran maravilla.
La luz que parece haber al final
del túnel de Conor es una luz capaz de iluminar al propio espectador, y las
canciones del grupo, compuestas por el propio John Carney, son el colofón
definitivo para una película maravillosa, finalmente optimista, que pese a lo
encuadrada que está en ese Dublín triste y gris puede traspasar fronteras y
servir como identificativo para cualquier espectador que hubiese vivido esos
ochenta a los que Carney rinde pleitesía, no solo con la música sino con las
múltiples referencias culturales que se reflejan en la película, incluyendo
algún homenaje magistral como el de Regreso
al futuro, sin ir más lejos.
Emotiva,
sensible, divertida y rabiosamente esperanzadora, John Carney demuestra que
definitivamente debe ser tenido en cuenta como uno de los grandes, pese a que
el anonimato de los actores de esta película (Aidan Guillen, el Meñique de Juego de Tronos, es la única cara
reconocible de la misma) invite a pensar que no va a tener la misma repercusión
que Beguin Again.
Valoración:
Ocho sobre diez.
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